sábado, 22 de mayo de 2010
De playita
No me gusta la idea de ir a la playa: significa para mí un montón de preparativos y estress, siempre se me olvida algo: hay que llevar recambios de ropa para todos los niños, sombrilla, toallas, cremas protectoras, cubos y palas...y porque no somos de ir con hamacas, mesa y nevera, que somos más de espeto y chiringuito. Como he dicho, siempre se me olvida algo, normalmente lo imprescindible, según mi marido. En fin, después de horas de preparativos, tengo que arrastrar a tres chiquillos y un marido que, no sé porqué, ofrecen resistencia, hasta un lugar sobrepoblado donde suele ser casi imposible encontrar una plaza de aparcamiento, y cargarme como una mula hasta llegar al emplazamiento ideal, que suele estar a kilómetros del coche.
Normalmente llego a la playa sudada, destrozada de ánimos y con un humor de mil demonios. Por eso digo que la idea de ir a la playa me pone los pelos de punta.
Sin embargo, una vez allí, se opera en mí un cambio milagroso. Mi malhumor desaparece, se borra mágicamente; todo se sincroniza, mi corazón con el ritmo de las olas, mi sangre con el calor de la arena; la máxima preocupación es que el chiquitín no se aleje tanto como para perderse, todo se reduce a dejarse mecer por el mar, acariciar por la brisa y, si acaso, golpear una pelotita con una paleta. La playa es la resurrección de la infancia en mi interior, vuelvo a esa inconsciencia primitiva de los bebés...intento no quemarme, no soy mucho de aplanarme bajo el sol, prefiero pasear, saltar las olas, jugar con la arena...Pura felicidad. El otro día me dijo mi niña, tumbada junto a mí en la arena: "ojalá el cielo sea como ésto". Entonces entendí lo mucho que nos parecemos.
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ResponderEliminarBesitossssssssssssss